jueves, 4 de septiembre de 2014

De pronto, me enamoré.


Inesperadamente comencé a sentirlo en mi corazón, algo que nunca había experimentado antes. Quién diría que el genuino amor llegaría luego del dolor, aquel que abrasa el espíritu por su fuerza, su vigor. Ese dolor es consecuencia de una lucha sin fin, para soltar el yugo agotador. Ese leve ardor del alma llega con el arrepentimiento de años sometido por voluntad propia a la esclavitud, una opresión alimentada por la soledad, el pecado y el sufrimiento. Pero cuando sientes desfallecer y llega ese último aliento, el de la humillación, todo tu cuerpo empieza a vibrar a sentir el calor de la vida, de la nueva vida.

De repente no hay dolor. Cada parte de tu ser se levanta con ímpetu y una vitalidad inigualable. Algo ha llenado tu corazón, sobre todo el espíritu. Es irresistible, tangible, solemne.

Y ahí estaba. Lo miré y así tan perfecto, lo amé, me enamoré.

Sin reservas creí en el primer amor, porque estaba ahí en ese instante. En un parpadeo me encontraba entre sus brazos, él ahora era mi refugio. Su calor que me rodeaba y sus tiernos besos, calmaron toda incertidumbre. Realmente nos encontramos. Cuando mis palabras ya eran vacías entraron las suyas a darle sentido a la vida. Aquel viejo espejo que reflejaba la vergüenza de la culpa, los recuerdos turbulentos y la sombra del pasado, fue sustituido por su presencia. Dejó de existir el eco del silencio, solo surgió su voz diciéndome te amo una y otra vez.

Quién diría que el genuino amor llegaría a ser tan sublime, a través de una sola persona…

Jesús.

Lucía Arismendi- Pisa el freno

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